ΓΕΡΟΝΤΑΣ
ΑΘΑΝΑΣΙΟΣ ΜΥΤΙΛΗΝΑΙΟΣ (1927-2006)
YÉRONTAS
ATANASIO MITILINEOS (1927-2006)
Y
SAN JUAN DE CRONSTANDT
3ª
Bienaventuranza de la Montaña: apacibilidad y serenidad
Bienaventurados
y felices los apacibles, (afables y serenos) porque ellos heredarán
la tierra; (Bienaventurados y felices los que dominan su
ira, porque ellos recibirán como herencia de Dios la tierra
prometida y desde esta vida disfrutarán los bienes de la herencia de
la realeza increada celeste).
Una
vez preguntaron a un hombre espiritual cómo reconocería un santo, y
aquel contestó: ¡De su apacibilidad! Realmente la apacibilidad es
fruto de las dos bienaventuranzas anteriores. Así que con la ayuda
de Dios avanzamos hacia la tercera bienaventuranza que dice:
“Bienaventurados y felices los apacibles, afables porque ellos
heredarán la tierra; (Bienaventurados y felices los que dominan
su ira, porque ellos recibirán como herencia de Dios la tierra
prometida y desde esta vida disfrutarán los bienes de la herencia de
la realeza increada celeste)” (Mt, 5,5).
La
apacibilidad es fruto de la conducta humilde, el sentido mísero y la
tristeza por nuestra pecaminosidad (y enfermedad espiritual). Es
decir, el hombre cuando ve quién es realmente cualquier cosa que
haga y diga su semejante no puede elevar la voz y recriminarle. Es
como se reflejara de una manera el sí mismo al otro hombre, y cuando
vea quién es, se comporta serenamente y humildemente, y permanece en
una apacibilidad.
Veis, pues, que la tercera bienaventuranza es fruto
de las dos primeras, la pobreza y el luto. Si nos vemos a nosotros
mismos al otro hombre, no nos enfadamos sino que permanecemos en un
estado de apacibilidad. La apacibilidad es una virtud de apacia (sin
pazos) del enfado y la ira. El hombre apacible está sereno,
tranquilo, tolerante y paciente. Como dice san Basilio el Magno: “Se
llaman apacibles los hombres aquellos que se han librado de sus pazos
y no tienen ninguna turbación habitando en el interior de sus
psiques.
Pero
como las dos bienaventuranzas anteriores del Señor se han
interpretado mal, así lo mismo también la tercera. El hombre
apacible está considerado como un hombre sin vigor y fuerza
psíquica, y que su apacibilidad aparece como una debilidad de
carácter, es decir, no puede ser valiente por eso exactamente
permanece apacible. Pero se trata de un engaño. Por supuesto que hay
hombres que por su naturaleza son así; pero hay hombres que han
luchado mucho para llegar a un estado de apacibilidad y serenidad. Y
es cierto que aquel que ha luchado para llegar a ella, tiene mayor
valor de aquel que la tiene por su naturaleza y ha nacido con la
apacibilidad.
De
todos modos para que uno sea apacible hace falta mucho vigor, coraje,
fuerza de la psique y mucha imposición a sí mismo. Es decir, el
permanecer uno sereno, sin ira, cuando es perjudicado y no gritar, ni
enfadarse, ni enfurecerse, para esto realmente se necesita fuerza
psíquica. ¡Por lo tanto, la presencia del hombre apacible no es de
un hombre que no tiene vigor, coraje y fuerza psíquica en su
interior, es decir, que no es un hombre vivo, al contrario, nada de
todo esto! Exactamente aquí está la mala interpretación,
concepción y paranoia de todo esto. El que no es apacible es un
carácter débil, no puede aguantar una situación, se enfada y se
enfurece. El apacible es el fuerte.
A
pesar de esto la apacibilidad no se priva de nada, como creería
alguno, de valentía, coraje y fuerza de la psique, esto que deberían
tener los primeros en ser creados y alejar al diablo. El coraje y la
fuerza de la psique es lo que en principio debería tener Eva y
después Adán, para que puedan decir al diablo lárgate, o aquello
que tenía el Señor, Quién es la imagen de la apacibilidad cuando
dijo al diablo: “Sal detrás Satanás, vete” (Mt 4,10).
Diríamos que esto no lo diría de una manera amable y tranquila:
“Por favor, te ruego, vete” sino con autoridad, tono solemne y
fuerza de la psique… ¡Sal detrás Satanás!...
La
misma cosa dijo también al apóstol Pedro, cuando Le impedía ir a
Jerusalén: “Pero él, volviéndose,
dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres
tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las
de los hombres” (Mt 16,23). Lo mismo
ocurrió también cuando el Señor hizo el látigo de cuerdas y
expulsó todos los comerciantes del templo: “Y
entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a todos los que
vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los
cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y les dijo:
Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros
la habéis hecho cueva de ladrones” (Mt 21, 12-13).
¡Estas cosas no se hicieron con calma y serenidad, sino con vigor,
coraje y fuerza psíquica!
Aquí
quisiera que entendiésemos que la apacibilidad no está privada de
potencia psíquica, o no significa que cuando uno tiene vigor, coraje
y fuera psíquica no tiene apacibilidad. Esto debemos comprenderlo
bien. El nervio o fuerza y coraje de la psique –en otra homilía lo
habíamos dicho sobre la ira- lo ha dado al hombre para que se enfade
contra el mal. Así nos dice san Basilio el Grande en su X homilía y
es verdad.
Por
lo tanto el coraje de la psique y la apacibilidad no combaten entre
sí. San Gregorio de Nicea dice: “Cuando el Señor manda a que
debemos tener apacibilidad no significa que falte la pasión, es
decir, el nervio, la fuerza sino todo lo contrario.
Y
Teofílacto dice: “Apacibles no son los que no se enfadan para
nada, porque este tipo de hombres son insensibles, sino los que
tienen ira y la contienen. Pero cuando alguna vez se tienen que
enfadar, hacerlo como dijo David: “Enfadarse sin pecar”.
Realmente
en el libro Psaltirion lo dice esto: “Enfadaos
pero no pequéis” (Sal 4,5) y lo
repite esto san Pablo también: diciéndolo de la siguiente manera:
“Airaos, pero no pequéis; no se ponga
el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo” (Ef 4,26-27).
En
principio la ira o enfado no tendrá que ser de larga duración, es
decir, que la noche no nos encuentre enojados. Antes que se ponga el
sol tenemos que rehacer nuestras relaciones. Aún uno debe enfadarse
sin pecar; es decir, que no se enoje por cosas e intereses
personales, digamos que si fue perjudicado en algo, sino para cosas
generales y sobre todo a lo concerniente la ley de Dios. Cuando vemos
que se hace infracción de la ley de Dios entonces nos enfadamos, es
decir, tener coraje, la fuerza de la psique, tener ira y enfadarnos.
Moisés
sabéis que tenía el sobrenombre de apacible. Tendría que hacer con
dos millones de Hebreos que eran hombres muy duros y tozudos, y a
pesar de esto era apacible delante de este pueblo. Pero esto no le
impidió tirar las placas de la ley y romperlas, cuando bajó del
monte Sinaí y vio los hebreos adorando el becerro de oro. Las rompió
y dijo: “A un pueblo que tan
fácilmente se convierte en idólatra no le pertenece la ley de Dios”
(Ex 32). Esta ira por parte de Dios no
fue contada como pecado. Todo lo contrario. Por lo tanto, debemos
enfadarnos para terceras cosas y no por nosotros mismos, es decir, no
porque el otro nos ha perjudicado o insultado, sino porque ha
insultado y ofendido a Dios. Esta ira no contraataca la apacibilidad;
son dos cosas que, como os he dicho, colaboran.
También
el apacible es considerado que en todas partes retrocede, por lo
consiguiente perjudica. Pero no ocurre siempre lo mismo, porque el
apacible puede retroceder sin enfadarse y así mantiene la
apacibilidad. Pero algunas veces retrocederá para su beneficio
espiritual. Y el beneficio espiritual es superior y más estable que
el material.
Cuando
ve que uno quiere perjudicarle, prefiere no hablar, porque entiende
que el beneficio espiritual será más firme y estable que aquello
que quizá reivindicaría como justo para él.
Sobre
todo aquí se refiere a Isaac, el hijo de Abraham. Isaac es el tipo,
modelo de apacibilidad, es un hombre admirable. No vemos ninguna
acción por parte de él, lo mismo vemos a la persona de Jakob, su
hijo. Isaac es el tipo, modelo de Cristo. Acordaos el intento de su
padre para sacrificarle… (Gen 22, 1-19).
Cuando
ya se quedó solo, porque su padre Abraham había muerto, abría un
pozo para sacar agua y dar de beber a los animales. Cuando los
pueblos vecinos veían que se había abierto un pozo con agua, sea
porque ellos no podrían abrir fácilmente y sobre todo porque no
podían encontrar agua, iban y le quitaban el pozo, diciéndole:
“Este pozo es nuestro” (Gén 26, 19-21). Es aquello que uno ve
muchas veces, en micrografía, entre los vecinos, ¡qué cosa más
fea! Isaac, pues, no se peleaba con ellos, iba a otro lugar más
allá. Pero como estaba bendecido, el Dios le daba todos los bienes;
por eso iba más allá abría otro pozo y otra vez encontraba agua.
Sin embargo iban y se lo quitaban también. Pero nunca Isaac se
peleaba con ellos. Cuando lo reivindicaban, lo dejaba y se iba.
Impresiona esto. El Dios le daba siempre lo que pedía; todo lo que
hacía y tocaban sus manos era una gran bendición.
Así
que el hombre apacible prefiere permanecer en lo menos y estar feliz,
en vez de perjudicar su psique con ira y enfado. Y Dios dará
justicia siempre como a Isaac.
Las
venganzas que vemos especialmente en las herencias. ¡Cuánto odio e
ira traen las peleas por las herencias! ¡Sobre todo reivindican
aquellos que no tienen razón! ¡Os aseguro que no hay cosa que me dé
más miedo y asco que cuando viene un hombre a preguntarme qué debe
hacer sobre los temas de las herencias!
Gracias
y gloria a Dios, existen humanos bellos, hombres y mujeres que dicen:
“Estoy preparado a dimitir de mi derecho de herencia con mis
hermanos”. Muchas veces ocurre que hermanos en toda una vida no se
hablen, porque creen que sus hermanos han sido injustos con ellos.
¡Es terrible esto!
La
apacibilidad incluso puede conducir a Cristo y a la virtud a más
pecadores que un supuesto celo o una formación intelectual o
facilidad de palabra. La apacibilidad tiene resultados más
positivos.
Los
padres y los hijos para que vivan en armonía en la casa necesitan
apacibilidad. Si por un momento uno no la tiene debe disponerla el
otro, de lo contrario no pueden estar felices entre ellos, estarán
siempre enfadados.
Si
toman dos pedernales y las tocáis una con la otra sale chispa. Si
tomáis esta piedra y la frotáis con corcho no sale nada. Lo mismo
ocurre con los hombres; es decir, los dos son duros y chocarán el
uno con el otro y saldrán chispas, fuego y empezarán la guerra. Así
pues, por lo menos uno de los dos debe tener apacibilidad.
Además,
la apacibilidad la necesitamos también en las relaciones con los
demás semejantes, con nuestros colaboradores, amigos, parientes y
conciudadanos. Con todos necesitamos tener apacibilidad, porque así
mantenemos buenas relaciones. La susceptibilidad, la ira y el
resentimiento estropean estas buenas relaciones, a veces
irreparablemente.
Con
la apacibilidad ganamos más que con la ira. Un dicho dice: ¡Gana
mucho más uno con una gota de miel que con un barril de vinagre!
La
apacibilidad como mandamiento –porque es mandamiento- el Señor la
bendice pero es un mandamiento; todas las bienaventuranzas son
mandamientos- pues, la apacibilidad tiene su aval que es el mismo
Señor nuestro, el Jesús Cristo que dijo: “Aprended
de mí que soy apacible e humilde de corazón” (Mt 11,29).
Veis
como aquí se vincula y conecta la apacibilidad con la humildad. El
egoísta no puede tener apacibilidad, sólo el humilde puede. Por eso
antes os dije que la primera bienaventuranza compagina con la segunda
y la tercera.
Aún
el Señor en esta bienaventuranza dijo esto: “que
ellos heredarán la tierra”. ¿Pero
qué tierra? Diríamos lo contrario, aquel que tiene apacibilidad si
el vecino le arrebata unos metros de terreno, exactamente porque
tiene apacibilidad no hablará; o hablará lo justo para que el otro
no lo tenga en cuenta, y así será perjudicado. ¿Qué tierra
heredará?
Aquí
debemos decir que todas las bienaventuranzas prometen bienes
terrenales y celestes. San Crisóstomo dice: “Si promete algo
espiritual no es reducido de los bienes presentes; y si promete algo
terrenal, la promesa no se detiene aquí sino que progresa más
abajo”. En otras palabras y esto lo veréis, tenemos recompensa
sobre las cosas terrenales, y también sobre las espirituales y las
celestes.
Ejemplo
es el mismo Abraham. Cuando David dice: “en
cambio los apacibles heredarán la tierra” (Sal 36,11),
da a entender la tierra de Israel. Y Abraham fue quien realmente
conquistó esta tierra pacíficamente.
El
apóstol Pablo indicó el interés de Abraham por la nueva
tierra, la verdadera tierra. Pero esta
Tierra –diríamos en mayúscula- no es la Tierra Prometida, esta
diríamos es en primera fase. ¡Esta tierra es la Realeza increada de
Dios!
Escuchad
pues que dice en su epístola a los Hebreos: “Por
la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra
ajena, pero allí no construyó una casa, morando en tiendas con
Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la
ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto constructor es Dios”
es decir, esperaba la Realeza increada
de Dios. Y continúa: “Por la fe
también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para
concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó
que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno,
y ése ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en
multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar.
Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo
prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y
confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque
los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria;
pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron,
ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto
es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de
ellos; porque les ha preparado una ciudad”
(Heb 11, 9-16);
es decir, patria celeste, tierra celeste.
Y
la conclusión de Pablo es la siguiente: “porque
no tenemos aquí ciudad permanente, sino que anhelamos y buscamos la
por venir” (Heb 13,14).
San
Juan el Evangelista dice: “Vi un cielo
nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra
pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad,
la nueva Jerusalén, descender del
cielo, de Dios, dispuesta como
una esposa ataviada para su
marido. Y oí una gran voz del
cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y
él morará con ellos; y ellos
serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su
Dios” (Apoc 21, 1-3); es
decir, nueva tierra y nuevo cielo es la Realeza increada de Dios.
Allí habitarán los hombres salvados y estarán habitando con Dios,
y el Dios estará con ellos.
Así
pues, la tierra es esencialmente la Realeza increada de Dios que
heredarán los apacibles. Y como dice san Basilio el Magno: “Porque
aquella tierra, la Jerusalén celeste, no se convierte en botín para
aquellos que guerrean para arrebatar un metro de tierra al otro, sino
que será herencia para los hombres tolerantes, magnánimos y
apacibles. Estos realmente ganan la verdadera tierra prometida, la
promesa de Dios que es la Realeza increada de Dios.
Así
que, queridos míos, me gustaría preguntaros, si ante esta tierra,
la nueva tierra, vale la pena que luchemos aquí en esta tierra para
adquirir uno pocos metros cuadrados y estropear nuestras relaciones
con los vecinos, los familiares y los amigos, ¡quizá para toda la
vida!, ¿vale la pena esto?
¡Atención!
Casi todos vosotros tarde o temprano os encontraréis con este tema
de la herencia o algo parecido. Por supuesto que no nos interesa
tener este tipo de conflictos con los nuestros. Por eso tengamos
prisa en adquirir esta bienaventurada virtud que es la que llevaremos
con nosotros. ¡Todas las demás reivindicaciones permanecerán en
este mundo, no llevaremos con nosotros ninguna otra cosa! Y entonces,
aquí en la tierra y también en el Cielo nuestro beneficio será
eterno.
Repitamos
pues esta admirable bienaventuranza: Bienaventurados
y felices los apacibles, (afables y serenos) porque ellos heredarán
la tierra; (Bienaventurados
y felices los que dominan su ira, porque ellos recibirán como
herencia de Dios la tierra prometida y desde esta vida disfrutarán
los bienes de la herencia de la realeza increada celeste).
Domingo
3 Diciembre 1995 Yérontas Atanasio Mitilineos
San
Juan de Cronstandt: 3ª Bienaventuranza
¿Por
qué los apacibles se bendicen después de los que están en luto?
Porque la apacibilidad es fruto y consecuencia del luto, la
aflicción, las lágrimas y la derrota por nuestros pecados y caídas.
La lipi, aflicción o luto por los pecados te convierte en un hombre
elegante, amable y apacible como un corderito. Donde hay apacibilidad
y bondad allí está la serenidad, la felicidad y la bienaventuranza.
¿Existe algo más precioso y bendito que la serenidad y la paz
espiritual? No hay hombre más desgraciado que aquel que no está
sereno y en paz, y está en un permanente estado de confusión y
miedo. Porque ni la riqueza, ni la fama, ni cualquier otra cosa
mundana buena tiene tanto valor. Bienaventurados y felices los
apacibles.
¿Qué
es la apacibilidad, en qué consiste y cuáles son sus
características? Para explicarlo mejor volvamos al Evangelio. Allí
encontraremos la bellísima, brillante y extraordinaria imagen de la
apacibilidad. Veamos cómo el Señor describe la apacibilidad: “Pero
yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen,
haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y
os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los
cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover
sobre justos e injustos (Mt 5, 44-45) …aprended
de mí, que soy apacible y humilde de corazón; y hallaréis descanso
para vuestras psiques-almas… (Mt 11,29).
De
estos logos, hermanos míos, veis que la apacibilidad es una
disposición serena y pacífica de la psique que cree y ama
firmemente a Jesús Cristo y que aguanta cada mal que provocan los
hombres o el fraudulento diablo. El hombre apacible no se irrita ni
se enfada por las contrariedades y los impedimentos, fácilmente
perdona los ataques de los hombres, desea el bien para los enemigos
porque respeta el valor cristiano. El hombre apacible nunca devuelve
mal al mal o mala astucia a la vileza. No se enfada, no eleva su voz
salvajemente cuando le perjudican o atacan los demás. “No
contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz” (Mt
12,19). “…quien
cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía,
no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”
(1Ped 2,23). Esta es la extraordinaria
imagen de la apacibilidad…
El
Dios es el Padre común de todos, Quien cuando pecamos una y otra vez
se comporta con nosotros siempre con apacibilidad. No nos destruye,
nos tolera y nos hace el bien incesantemente. Debemos, pues, hacernos
apacibles, indulgentes y tolerantes hacia nuestros hermanos. Nuestro
Señor Jesús Cristo es preciso y claro: “Porque
si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a
vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres
sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas”
(Mt 6, 14-15)…
Nada
nos puede hacer tan apacibles, como cuando observamos los resultados
del enfado y la ira y aquellos resultados que provienen de la
apacibilidad. La apacibilidad es acompañada de alegría y serenidad
espiritual, como dice el Señor: “aprended
de mí, que soy apacible y humilde de corazón; y hallaréis descanso
para vuestras psiques-almas (Mt 11,29)…
Para
poder evitar nuestra ira y enfado, debemos primero no observar los
pecados de los otros sino sólo los nuestros. Cuando hemos conocido
nuestros corazones, nuestros propios pecados y caídas, entonces
confesaremos que la mayoría de los conflictos y desacuerdos
provienen de nosotros. La causa de estos es nuestra soberbia, nuestro
orgullo, nuestra filaftía-egolatría, nuestra crispación, nuestro
descuido, nuestra obstinación y nuestro recelo hacia los demás.
Cuando esto lo hayamos comprobado, aprenderemos a ser indulgentes
hacia los demás, perdonar sus debilidades y ser amables y pacientes
con ellos. Debemos aprender a inspeccionarnos a nosotros mismos al
momento que viene el ataque. Apenas aparecen la ira y la reacción
entonces debemos contenerlas. Esto debemos hacerlo ley nuestra,
cuando los demás nos atacan no debemos hablar o reaccionar
inmediatamente, sino dejar pasar un poco tiempo para serenarnos,
(contar hasta diez, como dice un dicho español). Si detenemos el mal
desde su comienzo, entonces evitaremos la ira, dice san Basilio el
Magno…
Si
muestras a tu enemigo que el ataque no te afecta, esto le convencerá
que no vale la pena vengarse. Y con una conducta así trenzarás una
bella corona de paciencia para ti mismo, puesto que el ataque atroz
del otro lo utilizarás bien y lo girarás para tu beneficio propio.
Cuando te tienta la tentación y te incita a decir palabras ofensivas
y feas, piensa que ante tuyo tienes que tomar una decisión.
Intentarás acercarte a Dios con esperanza y paciencia o te pondrás
nervioso y te dejarás ir hacia el lado del enemigo. Date tiempo a ti
mismo para escoger el mejor camino. Principalmente, más que nada
debemos orar ardientemente a Dios para darnos espíritu de
apacibilidad y paciencia, reforzarnos para que nos hagamos
indulgentes. Estas virtudes son carismas del Espíritu Santo y se dan
por el Dios en aquellos que merecen recibirlos.
Bienaventurados
los apacibles, ellos heredarán la tierra.
¿Qué significa heredarán la tierra? Quiere decir que aún en esta
vida los apacibles disfrutarán y serán felices por largo tiempo
aquí en esta vida y recibirán muchas bendiciones como Job, David,
Jacobo y muchos otros santos adornados con la apacibilidad. Pero lo
más importante es que recibirán los bienes que ha prometido el Dios
en el país de los vivos, en el cielo.
Ojalá
que el magnánimo Señor nos haga dignos todos a disfrutar de estos
bienes con sus energías increadas misericordia, jaris (gracia), y
agapi (amor) para el género humano. Amín. San Juan de Cronstandt.
©
Monasterio Komnineon de “Dormición de la Zeotocos” y “san
Demetrio” 40007 Stomion, Larisa, Fax y Tel: 0030. 24950.91220
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